Por: Adrián García Reyes
Desde los primeros días de junio, la mayoría de los estudiantes universitarios dieron por concluido un semestre más. Para algunos, significó el cierre de su vida académica y el inicio de una etapa aterradoramente nueva: el mundo laboral.
Y tienen razón en sentir temor. Los hechos son crudos: detrás de cada egreso universitario se oculta un México de contrastes e incertidumbre.Según el Anuario Estadístico de Educación Superior 2023 de la ANUIES, apenas el 39.4% de los estudiantes concluye su licenciatura en el tiempo previsto. Si se amplía el margen dos años más allá, la cifra apenas alcanza el 61.5%. Es decir, cuatro de cada diez jóvenes no logran egresar. Y muchos de quienes lo consiguen, lo hacen tras atravesar una ruta desgastante de precariedad económica, estrés emocional, ausencia de tutoría académica y políticas que los tratan como datos, no como personas.Para quienes lo viven, no hace falta decirlo: la universidad, con frecuencia, se convierte en una promesa rota. Un derecho constitucional que, en la práctica, se vuelve una carrera de obstáculos.A pesar de décadas de reformas, el sistema sigue privilegiando la cobertura por encima de la permanencia y la calidad, maquillando estadísticas mientras se normaliza que miles de jóvenes abandonen las aulas sin que nadie se detenga a preguntar por qué. En un país con más de 31 millones de personas jóvenes (entre 15 y 29 años), permitir que tantos queden fuera de la educación superior no es una omisión: es una forma de violencia estructural.Abordar este problema exige abandonar la condescendencia tecnocrática y asumir, con claridad, que la educación no es un privilegio que se reparte, sino una herramienta más para romper los ciclos de desigualdad que siguen vigentes.La inclusión, la tutoría cercana, el reconocimiento de la diversidad cultural y de las trayectorias no lineales, así como el fortalecimiento del carácter público de la educación, no pueden seguir siendo promesas de campaña o frases para informes. Son urgencias sociales.En México, terminar una licenciatura no equivale solo a cumplir una meta académica. Es, en muchos casos, sobrevivir al abandono institucional, esquivar barreras estructurales y desafiar una desigualdad profundamente normalizada. Bajo esa premisa, cada título es una conquista. Y estudiar, para millones, es un acto de resistencia cotidiana.
Hace más de 350 años, Isaac Newton escribió: “Si he visto más lejos es porque estoy sobre hombros de gigantes.” En esta tierra tantas veces dolida, los gigantes tienen otros nombres: son las abuelas que trabajaron desde niñas, los padres que dejaron la escuela para que sus hijos no lo hicieran, las madres solteras que vendieron tamales o cosméticos para cubrir una inscripción, los hermanos que compartieron el único celular para tomar clases en línea.
A quienes han concluído su licenciatura, va esta felicitación con el corazón lleno: ustedes son la prueba viva de que la esperanza no se extingue. Son testimonio de voluntad, de lucha silenciosa, del amor que los sostuvo y de una terquedad luminosa por no rendirse. Lo lograron en un país que muchas veces les cerró la puerta, que les exigió sin ofrecer, que los desafió a seguir creyendo. Y lo hicieron.
No solo merecen un título: merecen un país que esté a su altura.
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