Toño Martínez
Enero 09, 2021
Una sombra siniestra se cierne sobre el país acentuada por la pandemia sanitaria y sus estragos que van más allá de la salud, y envuelve a las personas vulnerables y ataca incluso a quienes se suponían dueños de gran fortaleza emocional: es la depresión que cobra día a día más víctimas.
El presente es un trabajo que aborda esta perturbación mental, síntomas y consecuencias, y procedimientos de atención.
(Primera parte)
Sobre la primera banca del templo dedicado a Santiago Apóstol, frente al Sagrario, ese pequeño espacio del templo, donde se afirma Cristo esta presente en las hostias ahí resguardadas, Alfredo se sentó lentamente luego de intentar hincarse en un reclinatorio sin lograrlo; estaba tan débil que se balanceaba de un lado a otro sobre las rodillas y temía caerse.
Haciendo un gran esfuerzo para sostenerse, levantó los brazos con dirección al Sagrario y con los ojos humedecidos dijo con voz temblorosa “Señor .. Jesús, ayúdame. No resisto más, estoy desesperado y recurro a ti para ponerme en tus manos.. por favor Dios, eres mi último consuelo.”
Se puso de pie y con gran esfuerzo llegó la banca para dejarse caer; pero ni sentado estaba en equilibrio y lentamente se recostó en posición fetal mientras su rostro reflejaba enorme sufrimiento y en la mirada extravío.
Por su vestimenta y traer en su mano izquierda apretada la llave de un automóvil, era evidente que el hombre no era un vago de esos que acostumbran ingresar al templo a dormir o cometer estropicios.
El sacristán lo descubrió y tocándolo le pidió levantarse.
-Señor, oiga señor aquí no puede estar acostado, levántese y váyase para su casa.
Alfredo lo miró sin abandonar su postura y balbuceó, “perdón”. Luego volvió a hacerse “bolita” mientras su cuerpo comenzó a temblar.
-Que se salga, la iglesia no es dormitorio, insistió el sacristán.
-No señor … no estoy dormido; me siento muy mal y por eso me recosté.
-Mire – contestó el guardián del templo- si está tan mal como dice puedo hablar a la Cruz Roja para que manden una ambulancia.
O aquí cerca de la iglesia, en la calle Abasolo o la Madero hay doctores que lo pueden atender y cobran muy barato; vaya a ver a alguno de ellos.
-Muchas gracias, pero no; voy a ver si me recupero y en un ratito me voy.
-Pero siéntese, no se quede acostado porque puede asustar a la gente que venga. Y se marchó.
En ese momento llegaron al recinto una mujer joven con dos niñas, se hincaron en los reclinatarios y comenzaron a orar enlazadas de las manos con gran fervor.
Luego de algunos minutos fueron directamente al Sagrario; ella puso sus manos en la pequeña puerta del espacio y pidió a sus hijas hicieran lo mismo sobre las figuras de dos ángeles que resguardan el sitio.
Después de varios minutos y tras persignarse se dirigieron a la nave mayor de la parroquia para salir.
Habían visto a Alfredo pero lo tomaron como un devoto más.
Cuando subían los dos escalones para seguir su camino, Alfredo llamó a la mujer.
-Señora, dijo con voz apenas audible, disculpe que las moleste pero les quiero pedir un gran favor; oren por mí, hagan oración porque estoy enfermo y no tengo fuerzas para hacerlo yo.
Por alguna misteriosa razón y sin desconfianza alguna la señora y las niñas se le acercaron y al ver que lloraba de impotencia, le dijeron que se tranquilizara y tuviera confianza en el Santísimo.
Regresaron frente al Sagrario y se hundieron en profunda oración.
Posteriormente la mujer tomó una rosa de un florero, la pasó por la puerta del Sagrario pronunciando una oración, y se la entregó a Alfredo.
-Tenga señor, Dios está escuchándolo, Dios esta con usted, consérvela y colóquela en un lugar especial de su casa. El lo curará.
Alfredo recibió con ambas manos la rosa y la señora y sus hijas se marcharon.