Por Adrián García Reyes
En el México del siglo XXI, el acceso a internet es casi universal y, al mismo tiempo, la capacidad de concentrarse parece cada vez más frágil. Según la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información (ENDUTIH 2023), más de 110 millones de personas en el país usan internet, lo que equivale al 83.3% de la población, y alrededor de 93 millones son usuarios activos de redes sociales, es decir, siete de cada diez mexicanos. Nunca habíamos estado tan conectados, pero tampoco tan fragmentados. Siendo aquí donde surge la siguiente pregunta: ¿hemos perdido la capacidad de atención o habitamos dentro de un sistema que la erosiona deliberadamente? Ya en 1903, Georg Simmel advertía que la modernidad saturaba al individuo con un “mar de estímulos”. Más de un siglo después, esa intuición se multiplica en cada pantalla: notificaciones, correos, mensajes instantáneos, videos cortos, alertas.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han sostiene que vivimos en la sociedad del cansancio: una era en la que la hiperactividad, el rendimiento y la autoexplotación son presentados como libertad, cuando en realidad generan agotamiento crónico y depresión. La atención, en este contexto, se convierte en recurso escaso, y lo escaso siempre se convierte en mercancía. De ahí surge lo que Tristan Harris, exdiseñador de Google, llama attentionharvesting design: aplicaciones y plataformas creadas para retenernos el mayor tiempo posible, apelando a impulsos básicos —curiosidad, recompensa inmediata, miedo a perdernos algo—. La pregunta entonces no es: ¿por qué no me concentro?, sino: ¿a quién le conviene que no lo haga?
El costo es tangible. La American Psychological Association señala que el multitasking reduce la productividad hasta en 40%, porque cada cambio de tarea rompe la continuidad cognitiva y obliga al cerebro a recomponer el hilo perdido. En términos prácticos: revisar el celular mientras trabajamos no nos hace más rápidos, nos hace más torpes y más cansados. En nuestro país, la UNAM documenta que seis de cada diez estudiantes universitarios admiten revisar el celular en clase o al hacer tareas, aun conscientes de que afecta su desempeño. El resultado: lecturas superficiales, escritura apresurada y aprendizaje entrecortado; los profesores libramos una batalla silenciosa contra el cúmulo de notificaciones que llegan desde el bolsillo de cada pupitre.
La distracción crónica también es social. Familias enteras se reúnen en la misma sala, pero cada quien mira una pantalla distinta; trabajadores atienden mensajes laborales a cualquier hora, borrando las fronteras entre vida personal y empleo; niños y adolescentes aprenden a moverse en mundos donde el silencio y la espera parecen imposibles. El filósofo estadounidense Jonathan Crary advierte que el capitalismo rapaz contemporáneo busca colonizar incluso el sueño, último reducto de desconexión. En su obra “24/7”, describe una cultura que persigue disponibilidad continua: si dormimos, no consumimos. Por su parte, Nicholas Carr, en The Shallows, muestra cómo la hiperestimulación digital ha modificado nuestra mente: somos buenos para escanear y saltar entre fragmentos, pero hemos perdido la paciencia para leer y pensar a profundidad. Frente a esto, la francesa Simone Weil nos recuerda que la atención es un acto ético: escuchar sin distracciones, mirar con calma, permanecer con alguien sin dividir la presencia es, en sí mismo, una forma de generosidad. Recuperar la atención, entonces, no es solo un ejercicio de salud mental: es un gesto de resistencia y de cuidado mutuo.
Nuestros gigantes no conocieron notificaciones, pero sí entendieron la importancia de la paciencia. La maestra rural que repetía la lección hasta que el grupo entero comprendía; el abuelo que contaba historias junto al fogón, sin prisa; la campesina que seguía el ritmo de la lluvia y no de un algoritmo. Ellos sabían que la concentración no era lujo, sino condición de vida. Tal vez, en un México exhausto por la prisa, el gesto más revolucionario sea volver a prestar atención: leer un libro sin revisar el teléfono, escuchar a alguien con los cinco sentidos, cocinar sin pantallas alrededor, caminar sin auriculares. En tiempos donde la dispersión es norma, la profundidad se vuelve resistencia. Porque para mirar lejos no basta con subirnos a hombros de gigantes: hay que guardar silencio y aprender a mirar como ellos.