Por: Alma Gutiérrez Ibarra
Agosto 08, 2019
Puede ser un crucero cualquiera, también el nombre del chico puede ser cualquiera que se imaginen. Lo que no es un asunto menor es la escena que se repite día tras día y de la cual muchos somos testigos: grupos de niños, jóvenes y adultos que limpian vidrios, venden bolsas para basura o juguetes. Ese chico que veo casi a diario es parte de ellos, limpia parabrisas de coches en uno de los tantos cruceros de la ciudad.
Me llamó poderosamente la atención desde la primera vez que lo vi y descubrí bajo esa capa de piel quemada por el sol, grasa y mugre, una carita de un niño que creo, acaso tendrá apenas 17 años. Su ropa, igual que su cara, luce descuidada, muchas de esas veces su mirada es perdida, tiene los labios resecos y de cuando en cuando, acerca a su boca una franela humedecida del líquido que carga en una botella de refresco.
Hay días que está de pie, y alcanza a uno que otro vehículo a los que se acerca para recibir una negativa, otras veces ni el intento hace y con su mirada perdida sigue a los vehículos, a las personas o a sus pensamientos, no lo sé; otros días permanece recargado en una de las palmeras del camellón, sin zapatos, con su franela en la mano. En una ocasión cruzó sin fijarse y se le cayó un suéter, regresó a tratar de recogerlo pero el tambaleo evidente en su andar se lo impidió, junto a los carros que sorteaban su presencia.
Entonces, se detuvo a mitad de la calle y se reía… decidió regresar por el suéter mientras los coches lo alertaban con el claxon, pero él solo intentó mantenerse de pié, descalzo, con su pantalón corto y el pelo enmarañado.
El relato es tan detallado porque casi a diario lo veo, y su cara trae un vuelco a mi corazón al pensar “si fuera uno de mis hijos”, la respuesta claramente es impensable porque no logro comprender como es que los padres de ese niño terminaron por perder la esperanza de recuperarlo de las calles o de sus adicciones. No puedo dejar de pensar en donde están mientras él vive su vida como puede, como lo aprendió o como le tocó, dicen algunos. Tengo la certeza que muchos de nosotros hemos visto esa escena, pero la cotidianidad nos vuelve ciegos o indiferentes.
Lo más preocupante es que las cifras de los jóvenes que se enganchan en alguna adicción crecen, y peor no solo en ciertos sectores sociales sino que escalaron también a quienes pudiéramos ver como niños “privilegiados” que acuden a colegios, que viven en familia y que, por ese mismo descuido, están solos en casa con dinero y algunos hasta con coche, sin la supervisión de los padres, con total libertad para fumar, tomar, beber o ingerir alguna otra sustancia prohibida.
Datos de la Secretaría de Salud, a través de la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco 2016-2017 indican que entre la población adolescente, es decir niños entre los 12 a los 17 años, se incrementó el índice de consumo del 2.9 % reportado en el 2002 al 6.2 % en el 2016. Asimismo, al término del 2017, un 6.4% de adolescentes en México confirmó consumir drogas alguna vez, y el 3.1 % de ellos, es decir cerca de 437 mil jóvenes, lo hizo en el último año.
Esa encuesta también indica que de las drogas consumidas, el 5.3% refiere que fue la marihuana; el 1.3 % los inhalables y el 1.1% la cocaína.
Esas cifras, y casos como el que describí al inicio, nos revelan la urgencia de reforzar aquellos programas y medidas encaminadas a disminuir el consumo de drogas entre la población adolescente, sobre todo haciéndose hincapié en la prevención y tratamiento para quienes ya atraviesan por una crisis en el consumo.
Desde luego, también nos urge un llamado como familia y como padres para permanecer siempre atentos a los riesgos psicosociales que ahora viven los jóvenes, a estar cercanos a ellos y sus necesidades, a sus círculos sociales. Y alertarlos para que, en la medida de lo posible, tomen las mejores decisiones, con base a la información que les proporcionemos en casa. Recordemos aquella frase que nos dice que los hijos “no se pierden” en la calle, sino en su propio hogar.