Por Adrián García Reyes
Desde su creación en 2001, el programa “Pueblos Mágicos” ha crecido a 177 localidades (2024), con el objetivo de diversificar el turismo y «resaltar la identidad nacional». Sin embargo, en la otra cara de esta moneda se encuentra un panorama que alcanza niveles trágicos: el encarecimiento desmedido de las propiedades, la llegada de inversiones especulativas y la transformación de lo local en producto turístico los han tomado por asalto, convirtiendo lugares llenos de historia viva en escaparates para selfies y consumo exprés.
Hoy, en nombre del turismo y la «magia», muchos de los abuelos que barrieron la plaza cada mañana, las cocineras tradicionales que guardaron recetas como tesoros, los artesanos que tejieron identidad en cada esquina y los vecinos que sostuvieron la vida comunitaria cuando nadie más miraba, están siendo desplazados. Y es que la gentrificación no solo habita las grandes ciudades: según un informe de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano y la Universidad Autónoma Metropolitana (2022), en municipios con el distintivo de Pueblo Mágico, los precios del suelo y las rentas se han incrementado entre un 60% y 150% en los primeros cinco años tras recibir la declaratoria. En sitios como Tulum, Mazamitla, Valle de Bravo o Taxco, los precios se dispararon tanto que la población originaria apenas y puede pagar un cuarto de renta.
El Observatorio de Pueblos Mágicos revela que en más del 70% de estos lugares, las actividades económicas tradicionales (artesanías, tianguis, producción agrícola local) se redujeron o fueron desplazadas por tiendas de suvenires, cadenas de café y hoteles boutique. Lo que antes era una plaza llena de sillas de palma y puestos de antojitos se convierte en un espacio brillante y estandarizado, donde el visitante consume una versión «más estética» de la cultura, sin su gente.
El turismo masivo, disfrazado de «rescate», sustituye fiestas populares por festivales privados, mercados comunitarios por tiendas conceptuales y talleres artesanales por galerías exclusivas. La memoria viva se convierte en un set decorado para tomar fotos. Pero esta transformación no ocurre sola: viene acompañada de una violencia estructural profunda.
El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) advierte que en muchos Pueblos Mágicos la población en situación de pobreza puede llegar a superar el 50%, a pesar de las millonarias ganancias del sector turístico. El «éxito» económico se queda en los inversionistas y en una pequeña élite local.
Mientras tanto, las y los gigantes que habitaron esos espacios durante generaciones son expulsados a la periferia o, peor aún, al olvido. Los jóvenes deben migrar porque ya no pueden costear la vida en su propio pueblo. Los mayores ven cómo se deja de lado la lengua, la cocina, los rituales y el sentido profundo de comunidad. En ese panorama, la gentrificación en los Pueblos Mágicos no es solo cuestión de precios: es una forma de neocolonización cultural. Se adueña de los símbolos, transformándolos en productos estériles aptos para la venta, se apropia de los colores y los convierte en logotipos. Se roba la narrativa, borrando las contradicciones y la memoria crítica. Nuestros pueblos no necesitan que los conviertan en «postales vivientes». Necesitan políticas públicas que protejan el acceso a la vivienda digna, que fortalezcan las economías locales, que reconozcan la propiedad colectiva y que garanticen el derecho a permanecer.
Si algo nos han enseñado todos los gigantes invisibles —como las vendedoras de enchiladas en Xilitla, los curtidores de piel en Valle de Bravo, los pescadores en Bacalar, los músicos tradicionales en Real de Catorce— es que la comunidad no se mide en “likes” ni en estrellas de Airbnb. Se mide en abrazos, en complicidad, en la defensa cotidiana del territorio y la identidad.
Hoy más que nunca, urge recordar sobre qué hombros se levantan esas localidades que ahora se ofertan como “mágicas”. Cada bosque, cada calle, cada aroma, existe gracias a generaciones que resistieron el abandono y el desprecio antes de que llegaran los reflectores. La gentrificación es violencia estructural. Es neocolonización disfrazada de boutique. Y si no aprendemos a mirarla críticamente, seguiremos condenando a los gigantes a ser meros adornos en su propio hogar. Porque un pueblo sin su gente no es mágico: es un museo vacío. Y mientras existan quienes sigan cuidando el comal al tostar el café, bordando en el portal o defendiendo el río, nuestros pueblos seguirán vivos. Sobre hombros de gigantes.