Por Adrián García Reyes.
Diciembre 14, 2025
Si tu herramienta de trabajo eres tú mismo —seas médico, ingeniero, docente, consultor o dueño de un pequeño negocio— eres clase trabajadora. No importa si tus ingresos mensuales superan los 50 mil pesos, si tienes una carrera prestigiosa, trabajas desde un cubículo elegante, usas una laptop de última generación o cuentas con un posgrado: mientras dependas de tu cuerpo, tu tiempo y tu fuerza de trabajo para obtener ingresos, tu posición material no cambia.
Y cuando esa fuerza falla, el sistema te deja caer sin remordimiento.
Ahí se revela una verdad estructural del capitalismo: el valor de las personas no está en su dignidad, sino en su capacidad de producir. En palabras de Karl Marx, la fuerza de trabajo es tratada como mercancía; cuando deja de generar plusvalor, se vuelve prescindible.
Lo verdaderamente perverso es que este sistema no se conforma con precarizar: necesita que no lo sepas. Necesita convencerte de que no eres precario. Necesita que creas que “ascendiste”, que “ya no eres clase trabajadora”, que “tu esfuerzo te colocó en otro nivel”, incluso si vives sin seguridad social, sin ahorro suficiente, sin patrimonio, sin pensión y bajo una incertidumbre permanente. Necesita que olvides —o niegues— que un despido, una enfermedad, una deuda o un accidente bastan para pulverizar esa identidad imaginaria.
Esta ficción no es espontánea. Es ideología. Y cumple una función política precisa: impedir que quienes comparten la misma vulnerabilidad reclamen derechos colectivos. Como advierte Pierre Bourdieu, las categorías sociales no solo describen el mundo: lo producen. Llamarte “clase media” cuando no controlas medios de producción es una forma efectiva de desactivar la conciencia de clase.
Aunque incomode reconocerlo, la llamada clase media profesional es, en realidad, el proletariado técnico del capitalismo contemporáneo. Existe como aspiración y como discurso oficial, pero no como realidad material. En términos marxistas, es proletariado profesionalizado; en clave weberiana, un estrato intermedio con prestigio simbólico, pero sin poder estructural; desde la economía política, una masa precarizada de ingresos medios sometida a volatilidad constante.
Los datos confirman esta fragilidad. De acuerdo con el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, solo 2 de cada 10 personas en México logran mejorar de manera significativa su posición socioeconómica respecto a la de sus padres. El resto permanece atrapado en el mismo estrato de origen, independientemente del esfuerzo individual. La llamada movilidad social es, en los hechos, una excepción estadística, no una regla estructural.
Al mismo tiempo, el 60% de la población ocupada trabaja en condiciones de informalidad; más del 70% de los hogares no cuenta con ahorros suficientes para afrontar una emergencia médica; y el acceso a vivienda digna y a pensiones estables se reduce año con año (INEGI, ENIGH; CONEVAL). Ninguno de estos datos respalda la narrativa meritocrática. Todos apuntan a lo mismo: una estructura diseñada para reproducir la desigualdad.
Negar la condición de clase trabajadora solo beneficia a quienes sí controlan el sistema: los dueños del capital, los monopolios y las élites económicas que han convertido la desigualdad en un modelo de acumulación. Mientras a unos se les repite que “si se esfuerzan lo lograrán”, otros concentran riqueza en proporciones imposibles de alcanzar mediante trabajo asalariado. Mientras unos confían en el “ascenso social”, otros blindan herencias. Mientras unos pagan impuestos sobre cada peso ganado, otros recurren a mecanismos de elusión y evasión fiscal. Mientras unos dependen de su cuerpo, otros viven exclusivamente del capital.
Aceptar que somos clase trabajadora no es un gesto derrotista; es el primer acto de lucidez política. Nombrarlo permite exigir colectivamente lo que pocos pueden obtener de manera individual: sistemas de salud que protejan, salarios que permitan vivir, trabajos estables, seguridad social universal, pensiones dignas e instituciones que funcionen para la mayoría y no para una minoría privilegiada.
Porque nuestra posición social se revela en el momento más frágil: cuando algo falla. En ese instante —el día de la enfermedad, del accidente, del despido o de la crisis económica— queda claro que ese supuesto “ascenso de clase” era apenas un espejismo cuidadosamente construido.
Si México avanza, no es gracias a los magnates que sermonean desde redes sociales ni a las élites económicas —ese 1% que concentra más del 30% de la riqueza nacional—, sino por la fuerza cotidiana de quienes trabajan sin garantías, sin privilegios y sin la seguridad heredada de las élites.
Los verdaderos gigantes no son los empresarios que presumen meritocracia; son las comunidades, los trabajadores y las trabajadoras que sostienen la vida diaria del país. En ellos está la dignidad. En ellos está el mérito real.
Y es a hombros de esos gigantes —no de quienes acumulan riqueza culpando a los pobres— que México puede mirar más lejos.
Reconocerse como clase trabajadora no es una derrota: es el inicio del conflicto necesario. Y el conflicto no es un problema del orden social; es su motor histórico. Sin conflicto no hay derechos. Sin disputa no hay redistribución. Sin organización colectiva no hay transformación. Porque la precariedad no es un accidente ni una falla del sistema: es una condición estructural diseñada para maximizar la ganancia del capital. Y mientras la mayoría siga creyendo que “con esfuerzo basta”, la estructura seguirá intacta.
La identidad de clase no es un concepto académico abstracto: es una herramienta política para sobrevivir, para organizarnos y para disputar el futuro.
Recuperarla no es radicalismo retórico. Es una necesidad material.
Y cuando esa conciencia se extienda —cuando dejemos de aspirar a escapar individualmente y empecemos a organizarnos colectivamente— ese día el capitalismo dejará de parecer invencible.
Porque ningún sistema es eterno.
Y este, como tantos otros, también se cae desde abajo.