Adrián del Jobo Ponce
24 de Diciembre 2024
El nacimiento de Jesús es más que un evento histórico; es la irrupción del amor divino en nuestra humanidad.
En el pequeño pueblo de Belén, bajo el yugo del imperio y el mandato de un Herodes consumido por el poder, Dios eligió entrar al mundo, no en medio de riquezas ni con pompa, sino en la sencillez de un pesebre, entre animales y humildes pastores.
Allí, el Creador del universo se hizo hombre, cercano, palpable, frágil como un recién nacido. Dios, que desde la eternidad contemplaba la creación como un dueño observa a los peces en una pecera, decidió hacerse pez entre ellos. No para infundir miedo, sino para compartir el agua que respiramos, los desafíos que enfrentamos, y mostrar el camino hacia la plenitud.
Un Dios infinito se limitó al tiempo y espacio humanos, haciéndose niño para que nosotros pudiéramos ser verdaderamente hijos. Sin embargo, la realidad del nacimiento de Jesús dista mucho de las dramatizaciones idílicas que a menudo representamos. No fue una noche tranquila, ni una paz superficial. Fue un tiempo de exilio, de persecución, de un genocidio cruel que arrebató la vida a los corderos más inocentes.
Herodes, con su sed de poder, dejó una lección amarga: la aspiración no debe ser ser como él, sino como un niño. Porque la muerte, el gran nivelador, no hace distinción entre reyes y campesinos. Jesús vino a traer un reino abierto a todos. No importa nuestro origen, condición social o pasado. En Él no hay exclusividad, sino inclusión.
Es por eso que, aunque hoy la Navidad se vea teñida por invenciones como Santa Claus o la comercialización, debemos recordar su esencia: celebrar que el Rey ha nacido en nuestro corazón. Nadie celebra el cumpleaños de Herodes. Hoy, 2024 años después, seguimos recordando a Jesús. Su nacimiento sigue siendo una invitación para intimar con Dios, para reconciliarnos si nos hemos alejado, y para abrirnos al amor, la paz y la esperanza.
Que esta Navidad sea un tiempo de recogimiento, de valorar lo esencial y de mirar al pesebre con ojos de fe. Porque allí, entre pajas y estrellas, se encuentra el mensaje más puro: Dios está con nosotros, y su amor es el regalo que nunca deja de renovarse.
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