Adrián del Jobo Ponce.
17 de septiembre del 2025
Reflexión
Hay un rumor constante en la vida: el de nuestras acciones. Cada día nos levantamos para hacer, para mover, para decidir, aunque a veces no sepamos con exactitud qué fuerza nos impulsa. Hacemos lo bueno, lo justo, lo noble; otras veces tropezamos con lo fútil o lo mezquino. Pero si hoy me detengo, es para mirar lo luminoso, eso que hacemos y que, como río en desborde, arrastra esperanza y nos coloca en el ojo del reconocimiento social.
Y es aquí donde surge la pregunta incómoda: ¿por qué hacemos lo bueno? ¿Qué pulsa en nuestro corazón cuando elegimos cuidar la salud, ayudar a alguien, ofrecer la mano, sembrar un árbol? ¿Lo hacemos porque amamos de verdad la vida y a los otros, o porque el miedo al olvido y la necesidad de ser reconocidos nos empujan a mostrar virtud, bondad, simpatia? La frontera entre el amor genuino y la vanidad disfrazada es más fina que el hilo de un telar artesanal.
El pensamiento intercultural nos recuerda que el sentido de la acción no es universal. En los pueblos originarios, por ejemplo, sembrar no es solo un acto agrícola; es una ceremonia, un diálogo con la tierra, un pacto con los abuelos. Allí el motivo no es el reconocimiento social, sino la continuidad de la vida, del entendimiento de la existencia. Pero en la ciudad moderna, muchas veces sembramos selfies y no maíz, y la cosecha que esperamos es de aplausos como alimento al ego.
La filosofía nos enseña que todo motivo puede ser cuestionado. Aristóteles diría que buscamos el bien por naturaleza; Nietzsche replicaría que hay un afán de poder en toda virtud; y Freire nos invitaría a pensar si no es la pedagogía de la esperanza la que debería guiarnos. En ese coro de voces, uno aprende que el corazón humano es un territorio disputado, un campo donde conviven el amor al otro y la necesidad de ser visto y en muchas ocaciones, el inconsiente de hacer lo que nos marca el momento, sin razón ni sentido, mas que vernos en escena.
Por eso debemos tener la valentía de responder con sinceridad: ¿cuidamos nuestra salud porque nos queremos de verdad, o porque tememos a la enfermedad, al dolor, a la muerte? ¿Ayudamos al prójimo porque nos duele su dolor o porque no soportamos la idea de ser invisibles en el registro social? El peligro de las respuestas políticamente correctas es que nos alejan de la verdad interior: ese lugar donde las razones se desnudan.
Y sin embargo, ahí radica la esperanza. No en negar la contradicción, sino en abrazarla. Somos humanos, y por lo tanto complejos: capaces de amar y de buscar aprobación al mismo tiempo, de sembrar por gratitud y por miedo, de donar por solidaridad y por no cargar con la culpa. No se trata de elegir entre motivos “puros” e “impuros”, sino de aceptar que lo que somos está hecho de luces y sombras.
Si algo debemos rescatar es la capacidad de la acción misma. Porque más allá del motivo, lo bueno realizado tiene consecuencias que trascienden al ego. Un árbol plantado da sombra incluso al que lo plantó por vanidad; una mano extendida levanta a quien lo necesitaba, aunque la foto haya sido compartida en redes. El mundo no solo se transforma por intenciones, sino por hechos, aunque imperfectos.
Eduardo Galeano, con esa sencillez que desarma, decía que cuando le preguntaron si era intelectual respondió: “No, yo solo soy yo. No soy intelectual porque la razón puede afectar la mente”. Y en esa frase se revela un camino: no definamos lo bueno desde la razón fría ni desde el ego disfrazado, sino desde la honestidad de ser quienes somos. Porque quizá lo importante no es tanto responder por qué hacemos lo que hacemos, sino atrevernos a vivir con la transparencia de admitirlo.
Y aquí es donde la reflexión podría subir de tono: nuestras acciones deben estar encaminadas a la continuidad de la vida, conectadas y motivadas por la vida misma, con sentido de ser y de hacer. Viktor Frankl nos enseñó que el hombre puede soportar cualquier “cómo” si encuentra un “para qué”. Ese “para qué” no puede ser otro que la preservación y dignificación de la vida en todas sus formas, humanas y no humanas, presentes y futuras.
Sobremesa: Que tus acciones sean la siembra de un árbol que no te dará sombra, el abrazo que no se publica, la palabra que sana aunque nadie la aplauda. Haz lo bueno porque es bueno, porque en ello se juega la eternidad de la vida y no la fugacidad del aplauso. Recuerda: la gloria no está en ser reconocido, sino en ser verdadero, ser autentico y genuino, que es una hermosa virtud…
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