Morir bajo el sol; una historia de perros

Toño Martínez

Agosto 29, 2019

Apenas me acomodaba en el banquillo plástico del negocio de “gorditas” para almorzar, cuando sentí su presencia atrás de mí. No quise voltear.

Pero, la despachadora de “gorditas” tomó un pedazo a escoba que tenía al pie del paraguas que servía de techo, dio la vuelta a la mesa y mientras blandía en lo alto el madero gritó amenazante: “lárgate mugroso, úchala, vete”.

Voltee y me topé con un perro macilento que era la viva imagen de la desgracia. Su pelo de color marrón claro le colgaba sucio del enflaquecido cuerpo; estaba lleno de lodo, basura y le faltaba en algunas partes donde se le apreciaban llagas.

Sentado sobre las patas traseras, temblaba y me miraba como queriendo comunicarme mil cosas, mil sufrimientos.

Esos ojos implorantes me conmovieron; no soy afecto a las mascotas, confieso, pero algo sacudió lo profundo de mis sentimientos frente a aquella estampa miserable, e instintivamente detuve el brazo de la mujer para evitar que golpeara al animalito.

Eran alrededor de las 11 de la mañana y a esa hora, el sol ya calcinaba; la temperatura alcanzaba los 39 grados y el pavimento de la calle ardía; incluso sobre la suela del zapata traspasaba lo caliente.

Noté que el perro marrón levantaba con frecuencia sus patas delanteras; observé que tenía quemada la almohadilla y debía dolerle, arderle mucho.

Seguro el andar diariamente por las calles bajo el infernal calor, en el pavimento hirviente, buscando comida o agua habían calcinado sus patas.

No apartaba de mi la mirada, pero me llamó la atención que aunque jadeaba su lengua no producía saliva y sus ojos estaban secos; entendí que me pedía, suplicaba le arrojara algo del plato.

Pedí a la muchacha que me diera cuatro “gorditas” de carne sin chile, de bistec, en un plato.

Cuando el perrito marrón detectó que me acercaba para darle comida pareció animarse, plegó sus orejas a los lados de la cabeza y en el fondo de sus ojos me parecía descubrir un chispazo de gratitud.

Puse el planto frente al can y, traía tanta hambre acumulada de no sé cuántos días, que ni siquiera masticó la tortilla con la carne: las devoró con frenesí y se lamió el hocico.

Dos más, ¿porque no? Y las volvió a pasar por la garganta sin triturar; lamió el plato para aprovechar hasta los últimos residuos de comida.

Tal vez quedó satisfecho porque entonces, levantando la mirada lánguida hacia mí, dio la vuelta y comenzó a avanzar hacia … no sé dónde.

Me quedé observando el caminar vacilante del perro marrón, y vi como renqueaba; comprendí el sufrimiento por las almohadillas quemadas… y se perdió.

Yo no sabía, a pesar del cuadro enfermizo que presentaba, que esa sería su última comida.

Como tantos perros callejeros, perrito marrón deambulaba todos los días por las calles buscando comida y agua; expuesto a los devastadores rayos del sol, a veces encontraba en algún basurero o en bolsas de nylon donde guardan desperdicios los restaurantes o negocios de comida sobrantes de tortillas, carne o lo que fuera comestible.

Pero tenía que disputarlo con otros más de su especie y entonces, pasaba días sin probar alimento.

Aunado a su debilidad, debía recorrer grandes distancias, cuadras, manzanas enteras, calles en busca de agua y muchas veces llegó a beber de algún escurrimiento de drenajes, líquido pestilente y caliente como caldo.

Ignoraba que el martirio diario le estaba cobrando factura; nunca me imaginé que ese temblor, ese hocico reseco, los ojos opacos eran los síntomas de un golpe de calor que para los perros son fatales.

Por dentro, el perrito marrón estaba muriendo; su hígado y sus riñones, sus pulmones habían entrado en un colapso multiorgánico; sufría horribles hemorragias internas.

Creo que no alcanzó a avanzar ni tres cuadras cuando sus músculos se paralizaron y apenas pudo acercarse a la sombra de un ficus en un terreno baldío, para recostarse.

Después de almorzar, abordé mi auto y sin pensarlo, o tal vez por un designio misterioso, seguí la ruta del perro marrón y fue así como descubrí su cuerpo bajo el árbol.

Bueno, está descansando, pobrecito, pensé. Pero no quedé conforme. Estacioné el vehículo, me bajé y fui a ver al perrito marrón.

Hola amiguito, le dije despacito. No respondió con movimiento alguno.

Tomé una rama del árbol y lo empujé; tampoco reaccionó y me di cuenta, francamente con un nudo en la garganta no me da pena decirlo, que el perrito marrón había fallecido.

Reprimir el llanto fue difícil; no me importó.

Ese día hubo un cambio en mi actitud hacia el perro callejero. Ya no los veo como un estorbo, ni una amenaza, ya no me producen “alergia” ni gestos de fuchi.

En el trayecto vi a más perritos marrones, muchos negros, pintos, blancos; de todas las razas pero igualmente hambrientos, sedientos, caminando sin rumbo, con la desesperanza reflejada en sus ojos, con la piel embarrada sobre las costillas.

Por favor, cobremos conciencia, ayudémoslos, son seres con sentimientos, emociones, vivos. Cuando los topemos evitemos correrlos, apedrearlos, agarrarlos a palos.


En vez de eso, hagamos lo posible por darles lo que podamos; comida y agua especialmente colocándolos bajo sombras. Eso está al alcance de la mano.

Al mismo tiempo, como sociedad debemos insistir ante las autoridades para diseñar políticas de atención a los animales; sanciones contra la crueldad, contra quienes los abandonan en las calles o los maltratan; instalaciones para protegerlos contra enfermedades y por supuesto, con acciones para evitar su proliferación.

Adiós… adiós perrito marrón. Dios también te quiere, los quiere.